Lara Sánchez

Entramos en la plaza Tahrir como quien viaja al centro de la tierra, adentrándonos en un ambiente ardiente y cargado de gases. Está lleno a rebosar de manifestantes desde hace tres días, y no parece que vaya a despejarse en los próximos, con las primeras elecciones democráticas tras la caída de Mubarak a la vuelta de la esquina. Hace nueve meses de la revolución egipcia y el país está ahora en manos de los militares, tan neutrales durante la primavera egipcia, y tan aferrados al poder en este invierno, que, si me viera forzada a describir en una palabra, lo definiría triste. Egipto es hoy un país melancólico por unas aspiraciones de libertad caídas en saco roto o, como bien expresan algunos medios de comunicación, robadas a manos de los secuaces del ex dictador.

Tantaui, jefe de la Junta Militar, va a hablar en las próximas horas en la televisión nacional. ¿Será un discurso convincente? Las horas dirán que no demasiado, pese a su promesa de adelantar las elecciones presidenciales al próximo julio. Ningún discurso de una mano derecha de Mubarak parece poder apaciguar a un pueblo que reclama una libertad ganada tras 18 días y noches de agonía y con más de 800 mártires que los egipcios se niegan a enterrar en balde. Nosotros, que apoyamos las ansias de libertad del pueblo egipcio que nos acoge cálidamente desde hace un año y medio, llevamos unos pocos medicamentos para los protestantes valientes, y tenaces que nueve meses después siguen jugándose la vida. Gel, spray, inyecciones, alcohol y leche para paliar los efectos del gas lacrimógeno. Entregamos las bolsas a un médico voluntario en el hospital improvisado en medio de la plaza, donde se ven extendidos algunos cuerpos heridos y otros tantos simplemente exhaustos.

Cerca de la boca de metro Sadat un joven me agarra del brazo y me pregunta si somos periodistas. Más bien lo asevera, encendiendo nuestras alarmas sobre la temida policía secreta. Lo niego en rotundo pero aun así me fuerza a acercarme junto a él a un grupo de jóvenes apostados junto a la barandilla.  Únicamente quiere que fotografiemos los distintos tipos de balas que, según nos informa, está usando el ejército contra ellos. Su cara refleja cansancio, quizá porque ya haya explicado lo mismo a otros tantos periodistas o presuntos periodistas que se han cruzado en su camino. Mientras miramos y fotografiamos las pruebas de la brutalidad con que las fuerzas del orden están llevando a cabo su represión, las ambulancias cruzan de un lado a otro de los puntos calientes de la revuelta, que se concentran cerca del Ministerio del Interior.

Unas horas más tarde, enfrente del edificio Gameat el Dowal el Arabeya una mujer se acercará a nosotros para decirnos que los militares son criminales, que están gaseando a los manifestantes sin cesar. Aunque hemos tenido la suerte de no poder comprobar el uso de las balas como arma represiva, nuestros ojos se irritan y lloran ante el efecto de los gases que cada poco viene en ráfagas desde las calles adyacentes a la plaza. Aun con las máscaras es imposible no sentir un incómodo escozor que recorre la garganta. También llegan en ráfagas repentinos voluntarios armados con sprays para paliar los efectos de los gases, que nos sorprenden salpicándonos directamente en la cara sin preguntar. Ni falta que hace, unos minutos de ceguera y el efecto del gas se torna más llevadero gracias al spray.

Mientras esperamos cansados el momento de regresar a casa, nuestro amigo Mostafa Essa, activista asiduo en Tahrir, se adentra en la calle Mohamed Mahmud para llevar un generoso cargamento de medicinas y bebidas donde más falta hace. Allí ve de primera mano cómo el ejército no sólo gasea a los manifestantes en la calle, sino que ha empezado su guerra química dentro incluso de los hospitales para heridos. Se desmaya pero consigue, ayudado, salir y reunirse otra vez con nosotros. Viene abatido y triste porque ha visto asfixiarse ante sus ojos a un manifestante al que han intentado reanimar sin éxito. Un momento antes de irnos y dejar la plaza Tahrir en la misma incógnita que hace nueve meses, estallan fuegos artificiales desde la calle del Ministerio del Interior. Nos marchamos sin saber a qué se deben. Quizá es el mero deseo de los egipcios de celebrar, por fin, su merecida victoria por la libertad.