Paralelo a la Corniche del Nilo se abre en el distrito cairota de Agouza un camino de cabras, angosto y poco transitado por vehículos de motor. Un pequeño oasis de tradición en medio de la modernidad de un barrio de clase media, conocido por el circo y sus terrazas de shisha. En este pequeño oasis conviven borregos y corderos, exóticos camellos y familias egipcias de clase media que viven del comercio, de sus puestos de fruta y verdura ambulantes y de las carnicerías que abundan entre esquina y esquina de la calle. La escena se repite a diario y hasta altas horas de la noche: hombres alimentando a las reses, animadas por dos enormes altavoces que desatan desenfrenadas canciones populares, grupos de mujeres cargando con energía sus pesadas bolsas de la compra, y jóvenes en bicicleta trasportando en equilibrio sobre sus cabezas palés repletos de pan recién hecho. En cinco minutos de paseo, el viandante se acerca al sentir del Cairo antiguo y su caótica armonía.

El amanecer de hoy, sin embargo, muestra un cuadro de nuestro pequeño oasis algo más pintoresco de lo habitual. Las calles están más vacías, más silenciosas y los vecinos madrugadores se pasean con más elegancia. Se celebra en Egipto, y en todo el mundo árabe, el primer día del Eid Al-Adha, la fiesta del sacrificio del cordero que conmemora la figura de Abraham, su sumisión a Alá y la salvación de su hijo primogénito. A las siete de la mañana, las calles visten de rojo y tienen un olor más intenso. La sangre de corderos y vacas forma charcos y regueros aquí y allá, salpicando las botas de los carniceros y de los pocos niños que se atreven a sostener el cuchillo afilado entre sus manos. Todavía quedan algunas reses amarradas, esperando pacientes la voluntad de sus amos, menos madrugadores o quizá mejor avenidos.

A los ojos extranjeros que han madrugado para compartir la festividad con los egipcios les resulta difícil mirar sin disgusto la escena de tráqueas abiertas salpicando sangre. Mi compañero de profesión y buen amigo Miguel Ángel Sevilla, me pregunta si sufren y acaso las cuerdas vocales sesgadas no les permiten expresar su dolor. Quién sabe, el sufrimiento es difícil de medir siquiera con palabras, cuanto más bajo el silencio previo a la muerte. Los corderos se revuelven y patalean brevemente, antes de perder su piel lanuda bajo un cuchillo afilado. Sin embargo, en comparación con otras tradiciones populares, nadie parece disfrutar de un espectáculo, sino más bien rendirse con devoción a la ofrenda a Dios, que irá destinada en una tercera parte a estómagos hambrientos. Por eso nosotros, extraños al ritual, miramos desde la prudente distancia, con curiosidad y respeto.

Los ojos de algunos niños se parecen a los nuestros, intentando expresar quietud, pero delatando impresión en sus pupilas ante el brotar de la sangre. Quizá, aunque estrenen orgullosos sus ropas de gala, son todavía tan novatos en sus tradiciones como nosotros. Se escucha a un adulto susurrarle a una niña “no te asustes”, mientras esta mira y se esconde del cordero todavía vivo, entre temerosa y llena de curiosidad. La observo envalentonarse y abrir de nuevo los ojos a la ofrenda y pienso por un minuto en el significado del sacrificio, una palabra casi olvidada en Occidente. Supongo que me quedan todavía muchas mañanas de domingo en El Cairo para comprender un concepto tan complejo, pero entiendo mejor que nunca que Egipto, hoy teñido de rojo por primera vez nueve de meses después de engendrar la revolución, es un país sin miedo al sacrificio.